Es imposible hablar de igual modo de todos los lugares. No somos omnipresentes y, por lo tanto, no disponemos de los medios para poder conocerlos. Sin embargo, cuando se da el caso de que se describe el espacio donde hemos estado, se hace de corazón. Y eso se nota. Basta de artificios por esta vez. Basta ya de Historia, de datos y de cifras mareantes. Me he levantado con ganas de compartir una experiencia, una vivencia. Lo que leeréis a continuación no será una guía. Son sentimientos. Del que suscribe, a vosotros, queridos lectores.

Felino mirando desde uno de los balcones de Maraehako Bay Retreat
Nueva Zelanda es un mundo y aparte. Está perdido, allá, al filo del fin del mundo. En el infinito más cercano, donde la estrella del Sur brilla con mayor intensidad por las noches. Mis recuerdos se dirigen a la isla Norte, donde reside Auckland, la ciudad que estoy seguro pensáis que es su capital. Error. Los poderes están en Wellington, en la punta sur de la isla Norte. No os voy a hablar de ninguna de las dos, mi memoria es más selecta. Más exquisita, de morro más fino. Venid conmigo a la parte meridional, a Bay of Plenty, a la maravillosa East Cape. Al Edén, a Maraehako Bay Retreat.
Aquí no nos esperan mayordomos, ni desayuno, ni beicon, ni huevos fritos. No hay cabida para la televisión, tampoco para el estrés. Maraehako Bay Retreat es un alojamiento pequeño, familiar. Es un backpacker, lo que aquí llamaríamos hostal, o empleando un término más acorde, albergue.
Estamos en la cuna de los maoríes. Una raza diferente, milenaria, de origen polinesio. Sin embargo, abrimos la puerta de madera del hostal y nos recibe una familia de ojos achinados. No lo esperas. Claro que, por eso mismo, porque no lo esperas, te sorprende, y las sorpresas siempre tienen su punto de sal, y de pimienta.

Imagen de las playas, libres de cualquier intruso en los alrededores
La zona es boscosa, poco habitada. Nos encontramos en medio de la Nada, a la orilla del mar, aparentemente perdidos, arbitrariamente obnubilados por sus atractivas curvas. Nos hemos separado de la carretera principal, la misma por la que apenas transitan coches. Y lo hemos hecho por un camino de tierra y hierba con socavones, tan grandes que al menor descuido podemos estamparnos contra un árbol, o rodar y rodar hasta acabar en el extremo de una de sus playas.
En otros lugares no encuentras algo así. Describimos como vírgen a una playa que no lo es. La virginidad la ha perdido mucho tiempo atrás, cuando el negocio del ladrillo se hizo fuerte. La perdió cuando se crearon pueblos enteros a su costado con marisco congelado esperando en sus restaurantes.
El agua es azul turquesa. Transparente y limpia. Fría, purificadora, hermosa. Nos olvidamos por un momento de la gran cala privada, perturbada si acaso por el piar de los pájaros autóctonos. Giramos sobre nuestros pies y contemplamos mejor el recinto. Hay un remolque con kayacs que nos prestarán gustosamente, de forma gratuita, para que demos una vuelta con ellas. El sonido del agua golpea en nuestra retina conforme vemos a un árbol convertido en casa. A una casa transformada en un árbol.

Uno de los árboles que reclaman el terreno que les fue arrebatado por el albergue
Los gatos se arremolinan en nuestras manos. Ronronean mientras levantan sus patas traseras para estirar su cola todo lo posible. Como muestra de agradecimiento a nuestras caricias. Una hamaca cuelga en el aire, asida a los troncos de dos árboles repletos de descendientes. En forma de hijos bastardos. Provenientes de la madre Tierra, de la madre Naturaleza. Del polen; del de aquí, del de allá. Una diminuta cascada rompe el silencio, entre susurros, camino a encontrarse con su destino: el océano.
Antes de comprobar las habitaciones afirmamos a los dueños que nos quedamos. No nos hace falta escuchar el precio. Nos da igual, permaneceríamos allá todo el tiempo que hiciera falta. Sin hacer nada, disfrutando del placer de vivir. De sentir la belleza, de acariciarla, de abrazarnos a ella para no dejarla escapar. Lo podemos hacer mirando desde lo alto de uno de sus balcones. Sentados. Tomando un sorbo de café. Quizás prefiramos esperar a que se enfríe una cerveza en el jacuzzi exterior, mientras dejamos que las costillas se asen en la barbacoa. No hay prisa.
El día se enfría. La noche se calienta. El cielo cambia de color y lo pinta de púrpura. Silencio. Nos abrazamos a nuestra acompañante, la besamos chocando nuestra nariz y frente a modo de afecto. Como los maoríes. Como dos personas que buscan en su interior respuestas que vagan en paisajes extraños. Hermosos. Idílicos.

El color púrpura inunda el cielo y las nubes en los atardeceres
Localización
State Highway 35 RD3 Opotiki
Isla Norte, Nueva Zelanda
Horario oficina
8:00 – 22:00
Contacto
- Teléfono: 07 325 2648
- Fax: 07 325 2626
Más información | Maraehako Bay Retreat
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