
Fotografía que ilustra la vida diaria en la Medina de Marrakech
Pese al turismo, hay gentes, hay lugares, que parecen buscar esquivar el presente para no conocer el futuro. Van de la mano, del ayer. Caminan agarrados con unas manos ásperas, laboriosas, arrugadas por un oficio que aprendieron al nacer y les fue transmitido como lo harán ellos con sus hijos. Los lazos de la familia, el destino de una vida escrita sobre un guión que se repite. Bienvenidos a la Medina de Marrakech, Marruecos.
Fue fundada en el año 1070-72 por los almorávides, unos nómadas que dejaron de serlo a medida que convirtieron a Marrakech en su capital. Pasados 70 años fueron invadidos por los almohades bereberes y gran parte de la ciudad fue destruida, teniéndola que reconstruir después. Todavía hoy se conservan las murallas del siglo XII que servían de fortificación y parece que de puertas para adentro, la medina no ha querido envejecer, hospedando a Peter Pan y a su mundo de Nunca jamás.
Las calles son estrechas. El ruido mundano. Las voces se mezclan con los gritos y los susurros se disipan bajo un mar de olores. En muchos callejones no hay cabida para los coches. Su reducido espacio está reservado para motocicletas de otra época y vehículos que no llegan ni a tener 1 caballo de potencia. Son los burros, animales fieles a su estilo: sin prisa pero sin pausa. Adelante con todo lo que les echen.

Tienda de un callejón ajena al bullicio de la Medina de Marrakech
Los colores se arremolinan en los tenderetes, separados éstos por huecos en donde no cabe un alfiler y sí, por el contrario, vendedores que buscan captar nuestra atención con una irrefutable oferta. Los pasteles se levantan de los puestos, cansados de esperar. Llegan a nuestras manos y de allí a nuestra boca.
Para cuando nos hemos dado cuenta, un pasadizo nos empuja a un rincón perdido, como nosotros, atrapados en el tiempo. Extraviados como Ash, el personaje de El ejército de las tinieblas. Otro vendedor nos asaltará por la espalda, como el perro del hortelano, obligándonos a engullir un dulce que tenía todo el derecho a ser masticado sin premura.
Bien merece la pena descansar nuestros andares en uno de sus salones de té. Intercambiando miradas, compartiendo experiencias. Siendo extranjero en países extranjeros, es difícil mezclarse y dejar de ser turista. Ellos son el agua y nosotros el aceite, dos culturas que para comprenderlas hace falta más tiempo que una semana. Puede que toda nuestra vida.

Bullicio en la plaza principal de la Medina de Marrakech
El centro histórico de Marrakech tiene la fortuna de contar con monumentos emblemáticos. De hecho, esta ciudad medieval ostenta el honor de pertenecer al selecto grupo de Patrimonio de la Humanidad por la Unesco desde el año 1985. Podremos observar el palacio de El Badi, las puertas que dan acceso a la fortificación y por supuesto su grandilocuente mezquita Kutubia, con su orgulloso minarete imponiendo jerarquía. Marcando territorio.
No nos debemos de olvidar de las tumbas sardianas, el museo de Marrakech u otra de sus mezquitas, la de El-Mansur. Para estos tres últimos lugares existe una entrada conjunta, una buena ocasión para aumentar y enriquecer nuestros inquietudes.
Dejarnos llevar por nuestro instinto. Ése es nuestro único quehacer. Husmear sus calles, palpar su mercado, caminar por los lujosos jardines de la Menara. Sentarnos en la plaza Jemaa-El-Fna, el centro neurálgico de la medina, de Marrakech, de todo.
Las horas vuelan, el tiempo desaparece. No hay que preocuparse por la seguridad aquí. Aunque oscurezca, la calma reina dentro del caos mercantil. Tinajas, telas, marmoleros, ceramistas. Todo el mundo nos espera. Nos sonríen. Demandan nuestro interés. No damos abasto. El calor de los alimentos abruma, el aire se vicia. Así es como respiramos. Así es como se saborea un lugar.
Estamos a un paso de invitar a Marrakech y a su pasado. A nuestro paladar, en el presente. ¡Bendita comida!
Más información | Unesco, World Heritage Convention
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