
El Parque Nacional de Timanfaya está custodiado por un demonio
El Parque Nacional de Timanfaya es uno de los destinos predilectos de los turistas en su viaje a la isla canaria de Lanzarote. En total tiene una extensión de poco más de 51 kilómetros cuadrados, desde 1993 es Reserva de la Biosfera junto a toda la isla por la UNESCO y un año más tarde se catalogó como Zona de Especial Protección para las Aves.
Mis recuerdos del Timanfaya son difusos, aislados en una cápsula que no perdona el devenir del tiempo. Se agazapan entre piedras volcánicas, ahorcados del colgante de un demonio que con su tridente da la bienvenida al viajero, el mismo que venden en el chiringuito de la esquina de cualquier localidad cercana.
La huella dactilar del parque es árida y su decoración se simplifica hasta el punto de observar una casa plana sin ningún cuadro que cuelgue de sus paredes. Su corazón sigue bombeando sangre caliente y aunque viendo el rostro apagado de sus volcanes pueda despistarnos, su alma sigue palpitando. Como ejemplo el restaurante El Diablo, que se vale del calor natural del interior de la tierra para preparar los platos típicos más sabrosos de Lanzarote.

El autobús será nuestro salvoconducto para acceder al corazón del Timanfaya
Mis ojos, los de un niño de piernas inquietas y mente abierta, correteaban a grandes zancadas por la barriga de una manada de gigantes de color rojo. Eran los volcanes de Timanfaya, los eruditos artesanos del fuego. Su última erupción databa del primer tercio del siglo XVIII y ahí estaba yo, brincando sobre unas piedras que en el pasado habían enterrado a nueve pueblos enteros. Las Maretas, Mancha Blanca, Peña de Plomos, Tingafa, Testeina, Santa Catalina, San Juan, Rodeos, Jaretas… ¿cuál fue vuestro último deseo al morir?
El interés científico de mi hada protectora se acrecentaba al palpar unas rocas que escondían vida en su interior. Y en su exterior también. Los fenómenos geológicos se sucedían y la diversidad biológica de cerca de 180 especies, para mí inexistente, reptaba sonriente bajo el incandescente sol del desierto.

Típica fotografía del despertar del geyser del Parque Nacional del Timanfaya
Las fumarolas tosían acatarradas, constipadas de un vapor que resurgía de sus cenizas. Hacer despertar al geyser era la atracción, el momento idóneo para hacer clic en una cámara analógica cuyo carrete sería revelado a la vuelta, en casa. Más tarde comprendí que no era más que una farsa, un plató televisivo montado y preparado en el que te indicaban exactamente cuándo tenías que aplaudir. No es que el chorro de vapor fuera ficticio. La situación lo era.
El paseo en camello me trasladó al Sahara. Me catapultó a un destino incierto, libre de marcas, sin pilares que sustentaran un paisaje de película. Me encontraba sin turbante, sin una tela blanca en la que ocultar mi idilio con el sol. Sin mi cimitarra. Los reyes del desierto galopaban despacio con la parsimonia de unos vagabundos, vagabundos y trotamundos. Sacaban la lengua para enseñar sus sobresalientes dientes y yo, encaramado a su joroba, divisaba el futuro con claridad bajo el dulce traqueteo de un vehículo sin motor.

En el Parque Nacional del Timanfaya se pueden realizar paseos a camello
La habitabilidad en la zona es nula, si bien los agricultores han encontrado la forma de aprovechar los infinitos nutrientes propios de las tierras volcánicas. Las anomalías geotérmicas se esconden bajo nuestros pies y, a menos de 10 metros de profundidad, se alcanzan temperaturas de hasta 600 grados centígrados.
La Montaña Rajada, la Caldera del Corazoncillo y la Montaña de Fuego nos aguardan con el puchero a punto de caramelo. ¡Descubramos juntos lo que esconden sus enaguas!
Más información | Lanzarote y Wikipedia
Fotografías | Isla Lanzarote, Rutas y Excursiones, Bajke006 y Canarian Weekly
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